ACOLLA Y LA
NOSTALGIA DE SU CANTO
Escribe: Angel Javier castro.
A sonido del viento norteño, la plaza
Mariscal Cáceres se va vistiendo de nostalgia al escuchar las tristes melodías
que una orquesta solitaria va ejecutando precisamente cuando el pueblo va estampándose
de lluvia en los cuatro ángulos de su alma terrígena.
El templo, aquella vieja construcción: herencia de los antiguos
comuneros, al chicoteo de los truenos pareciera revivir su antigua prestancia
al tintinear su campana el absurdo monólogo de un nuevo encuentro del hombre
con la tierra: su sepulcro.
Las tiendas que adornan la céntrica
plaza aquella tarde están lastimadas con los golpes brutales de los granizos, que
empujando el espíritu de los pobladores precipitaron su huida. Silenciándose la
música. Escuchándose ahora en su plenitud el verdadero himno de la naturaleza, larga,
inquietante y adolorida que Dios ha puesto en mano del viento, la lluvia y los
intempestivos rayos, cuyos pentagramas van sobrevolando inquietos por las
ventanas de las casas abandonadas de amor, que a la chispa alborotadora de los
truenos intentan revivir por un momento sus hojas muertas adornadas de
oscuridad y silencio.
Pero cuando la luna apareció con sus
estrellas en el cielo, la lluvia determinó irse de viaje. Y la música de los
hombres nuevamente empujaron los pies de los habitantes, a fin vuelvan a la
fiesta: porque el gasto según dicen “ya está hecho”. Entonces como si el tiempo
estuviese marcado para Acolla, nuevamente la orquesta se puso a llorar,
interpretando una vieja melodía, que al escuchar los pobladores, quien sabe otra vez estaban llamando
con sus suspiros el regreso de la lluvia, acaso más sentimental que el huayno
mismo.
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